martes, 25 de septiembre de 2007

Soberbias

La soberbia es un producto
Que se compra por dos pesos.
Se propaga cual bacteria,
Y viaja en sangre de arterias
De cualquier tipo común
Que suela comprar en ferias

Y si hay problemas de plata
También existe el fiado
La soberbia es un buen amparo
De inseguros y pacatos
De cualquier tipo ordinario
Que quiera el producto en mano

Soberbia de mil amores
Es quien mejor sobrevive.
Es pecado, perdón y mal,
Es la sombra del que escribe
No se nutre en la verdad
Pues la soberbia es mental

Soberbia vive en mis venas
Como en sus venas la suya
Soberbia vive y sospecha
Que mientras luzca bien hecha
La vanidad no escatima
Y la humildad se hace trizas

Soberbia se compra en sacos
Y viene de a par de genes
Formando un seudo legajo
Que algunos llaman especies.
Pero no ven que es montaje
Eso que creen linaje.

Entre las garras más tuyas
Y entre las almas del viento
Flota y vive con aliento
La frase de un europeo
Que de poder bien enfermo
Dijo en su tierra y su tiempo

Gran Napoleón Bonaparte
Que cuanto más tengo, quiero
Mucho más de lo que tengo
Más aún de lo que puedo.
Tú has sido estratega en guerras
Y argumento de mil entierros

Dejando en mi diccionario
Frase que leo y desprecio
Letras que muestran en serio
Tu trastornado criterio
“Humildad es virtud” –es cierto-
Según vos “de tontos y necios”

miércoles, 19 de septiembre de 2007

El casco, el campo

Con una intriga nostálgica gire por última vez la llave de la cerradura, que no cedió fácilmente, el pasado no siempre
vuelve de buena gana. Arrastrándola contra el piso, abrí la puerta, pero no entré. Esa decisión aún no estaba tomada.
Después de unos segundos, y empujado por la justificación de un viaje, respiré hondo (como suelo hacer en los momentos previos a las grandes ocasiones), y me adentré en parte de mi infancia.
Di tres pasos dubitativos hasta el centro de la cocina, que aún conservaba esa geografía que recorría mi madre mientras nos preparaba la cena. Mis ojos se abrieron mucho más, involuntariamente. La sorpresa no es una emoción lógica aunque, irónicamente, predecible.
Empujé la puerta que daba al comedor con cierto temor a algún roedor propietario, o quizás un pájaro que se viera acorralado. Crucé la oscura habitación y estuve finalmente en la sala, esa que nos albergaba mientras esperábamos que la comida estuviera lista. Esa que conocía nuestros juegos, la que servía de tablero de tantos “trucos”, “generalas” y “cariocas”, esa, la oscura y tenebrosa, la eternamente desquebrajada, la misma de siempre, aún más antigua. Fue extraño recuperar ese olor a muebles de la abuela, de otra abuela, de la que alguna vez fue abuela también. Recuperar cada rincón donde antes habría de esconderme.
Fue extraño escuchar a los sillones pedirme consuelo, hundidos en su humedad, abandonados como todas las cosas que no pueden perseguirnos y obligarnos a quererlas.
Me di cuenta de todas las cosas que extrañaba sin notarlo y concluí que nadie sabe lo que tuvo hasta que lo recupera, y ese instante minúsculo de reconquista justifica toda perdida.

jueves, 13 de septiembre de 2007

Insultos a los que no se sienten insultados con estos insultos

Hoy, como tantos otros días, tengo ganas de ser un tanto insolente y molestar. Para satifacer esa hermosa intención existen varias técnicas, como por ejemplo el imaginar encuestas que nadie hizo y, a partir de un resultado falaz y autoritario, sacar conclusiones.

Imagino por lo tanto que la reconocida Universidad de Salamanca, España, confirmó lo que yo tanto temía: vivimos en Springfield, nos reímos de nosotros mismos y ni siquiera nos enteramos. Los estudiantes de publicidad de la universidad mencionada fueron los encargados de idear y llevar a cabo el estudio que derivó en una encuesta inédita.
La consigna a responder por los participantes era “nombrar tres de los momentos más felices de sus vidas”. El total de encuestados ascendía a dos mil personas de todas la edades.
Aunque parezca imposible, sucedió. Más de la mitad de los encuestados mencionaron alguna escena de “Los Simpsons” como momento más divertidos de sus vidas.
Dicha encuesta reavivó las aguas para los detractores de la televisión que se mostraron indignados ante el poder del aparato.
Pero, ¿es, el resultado, realmente producto del predominio de la televisión?, o ¿hay algo detrás? ¿No existe, acaso, algún mérito del programa propiamente dicho?, o ¿todo producto salido de la televisión es accesorio a ella?
Considero las respuestas al caso más que claras. La gente habló de los Simpsons y no de la televisión. Ahora bien, ¿Qué tiene de especial el programa?
Desde el punto de vista estético no varía demasiado de las caricaturas tradicionales, aquí se trata de un grupo de humanos animados de color amarillo, con cuatro dedos en cada mano y dueños de alguna extraña deficiencia.
Siempre en contacto con la actualidad, Los Simpsons evocan a menudo personajes de la vida real elegidos con delicado criterio. Ridiculizan ex-presidentes, descreen de la policía y con frecuencia disocian al pensamiento del personaje, como si fueran ajenos el uno al otro.
Sin dudas, con su ausencia de límites, Los Simpsons han trasgredido los códigos del dibujo animado e incluso los códigos de las críticas sociales tradicionales.
Aquí lo real se presenta con ironía y acidez, con tintes de humor negro y algún gag clásico; dando como resultado reiteradas e incontenibles risas y carcajadas.
Y al final todos somos ellos, la estupidez de Homero no es realmente suya, sino nuestra. Compadecernos del protagonista es compadecernos de nosotros mismos. Pero tan torpes somos que ni siquiera nos damos cuenta.
Me resulta falaz creer que la gente realmente entiende a Los Simpsons porque están hechos con dedicación y calidad (cualidades que no abundan hoy en día); porque es un programa inteligente que describe cuan estúpida es la gente; y porque de entenderlos deberíamos llorar y no reír. Además, si Homero viera Los Simpsons, no los entendería.
Pero a pesar de todo siguen allí, liderando nuestro ranking de momentos graciosos, y eso será tal vez porque no es ficción lo que vemos, sino nuestra propia vida e idiotez.
Hoy todos vemos Los Simpsons y está bien que así sea, ya que entre tantas risas se cuelan mensajes conscientizadores y manuales de uso del mundo en que vivimos, como por ejemplo que veinte dólares compran mucho maní.

viernes, 7 de septiembre de 2007

Sobre "El libro del desasosiego"

“El corazón, si pudiese pensar, se detendría”, esa frase sigue resonando en mi cabeza desde la primera página del libro. Quizás sirva como resumen, si es que de algo sirven los resúmenes; pero lo cierto es que hoy, luego del sueño postergado por meses, terminé la última página del “Libro del desasosiego” de Fernando Pessoa (bajo el heterónimo de Bernardo Soares).
Fue hoy a media mañana que agoté la última letra, la línea final y el renglón fatal que da término a aquel libro de fragmentos en donde todo lo que no es sueño, es congoja.
Terminé con una sensación contradictoria: por un lado estuvo la gracia y la satisfacción de la cosa acabada, de haber cumplido completo el camino de esas 500 páginas; por el otro estuvo la zozobra sutil de ya no contar con más fragmentos que leer.
Vulgarmente hablando, me siento liberado, pues el libro estaba tejiendo sobre mí cadenas dolorosas que acaparaban toda mi atención y no me permitían leer nada más, habiendo tanto allí que necesito con urgencia.
Fue una lectura larga, tendida en el tiempo y demandante de paciencia. Tuve yo que olvidarme de mi vida, tuve también que despreciar toda acción e intentar –sin adueñarme de los sueños de Soares- despojarme de todo lo que no fuera sueño. Llegué incluso a conciliar con la idea de que vivir es degradante, perdí por momentos la confianza en la realidad.
Desde el comienzo hasta el final fue una constante agonía: más de un mes y medio padeciendo los castigos de semejante tristeza. Es que para leer el Libro del Desasosiego se requiere tiempo y disponibilidad, pues en sus páginas vive la vida secreta de un hombre que hubo de existir y cuya memoria llevó años. Se debe ir de a poco empapándose de esas memorias, se debe ser él y nadie más.
La añoranza, el llanto, el abatimiento, la desolación, la amargura, la lobreguez, la nostalgia, la genialidad, la soledad, el desconcierto… y aun peores penas, se encuentran en el Libro del Desasosiego, todo bajo el manto de una reiterativa lluvia sobre el suelo de Lisboa. La ausencia de la calma, la imponencia del devaneo.
El libro no se digiere y se olvida, sino que pasa a formar parte del ajetreo, todo se empieza a concebir en forma de tormenta, con ojos desasosegados.
Leía algunas pocas páginas por día, las recorría varias veces hasta terminar de exprimirlas. No avanzaba, giraba; tanto que hasta creí estar escribiendo sobre lo ya escrito. Uno debe acompañar con la propia soledad a la soledad del escritor, sino nada sirve y te sentís hipócrita porque Pessoa te hace sentir así.
Cada día contado por Soares, era un día para mí, incluso tuve que esperar varias veces a la lluvia para leer los fragmentos con lluvia.
Pero al fin terminé, acaso con la satisfacción de que la próxima será una relectura, acaso con la alegría de la nostalgia falsa que me inculcó el portugués. Terminé y soy una persona libre que siente, no pena sino tristeza por la tristeza y pena que algún día sufrió Pessoa.
Retrato de una persona enferma de si misma y de su propia lucidez. Esclavo del hecho cierto de que sea escasa la compañía capaz de acompañar a los que quieren estar solos. Si los solitarios siguen siéndolo es porque nadie sabe acompañar en soledad.
Por mi parte, yo festejo que entre tanta incomprensión y sufrimiento, algunas de las víctimas perpetúan libros como este.

martes, 4 de septiembre de 2007

Pudor de Romanticismo

Después de años de buscar respuestas para encontrar consuelo a mi tristeza, a los saboteos de mis buenos momentos, a las desgraciadas maneras de mirar las cosas buenas, llegué a ninguna conclusión.
La vida se trata de veinticuatro horas por día. En cada minuto nos encontramos con nosotros mismos y peleamos con nuestros conflictos. En cada batalla sorteamos nuestra suerte y dependiendo de nuestra fortaleza aflorará cierto humor.
Vos y yo, los demás y el resto. Las mujeres látigo en el flagelo de sus ausencias, en lo agresivo de sus presencias; son latidos profundos y punzantes en la cabeza de cada hombre. Todo estado tiene nombre de mujer, toda crisis se delata en una risa.
Hoy desde lejos las miro de a poco, a cada una de ellas pero no las nombro. Sólo me quedo en una ciudad inventada, con calles perfectas y bohemia clandestina, precisa y personal. La recorro cuadra a cuadra con cierta mirada romántica y evoco involuntariamente las historias de algún otro. Luego me muero en esa esquina y en la plaza, en un juego con las manos y las miradas de despedida. Cierta casa antigua y ya mitológica en mi pasado personal y un sótano de intimidad, desgarrador.
Y es que, ¿no es eso una búsqueda de romanticismo? Todos somos tan imberbes que creemos que lo que nos pasa a nosotros es mas emocionante que lo que le pasa a los demás. Queremos que todo nos suceda de manera espectacular, de forma única y novelística. Si todo lo que pensara cada uno se sucediera de la forma idealizada ¿que sería lo romántico, donde estaría lo distinto? Tanto en la poesía cotidiana o en la norma establecida. De novela es lo pasado, es lo ajeno, los sueños, lo imaginado. Yo más bien vivo mi vida de la forma más intensa, sea durmiendo por días o mirándote dormir. Romántico es ser conciente de que se puede ser nadie juntos, y optimista es hablar de juntos cuando suelo ser sólo yo.