lunes, 26 de noviembre de 2007

Desvaríos del amor y del odio


Esto que escribo es, quizás, una basura. Pero remitiéndome a lo verdadero, es una manifestación desesperada, real. Es el intento de asesinato de la fugacidad de las ideas. Es una declaración espontánea del pensar de mi cabeza, mientras mi cuerpo se preocupa por escaparle a la ciudad.
Al final todo será en vano, pero al menos habrá sido.
Si me hubiera dedicado a la calidad de estas palabras las páginas serían más válidas, pero no existirían. Y la existencia es un requisito fundamental de los escritos.
Hay dos tipos de ideas, las formadas por el conocimiento y las espontáneas. Lo siguiente es un mapa híbrido de este instante, una mezcla absurda que nace de mí y de mis prejuicios. Es el difuso encanto de ser yo… o acaso de no serlo:

Al amor y al odio hay que pensarlos, no sólo sentirlos, si se los quiere entender y abarcar. Nadie que no haya dicho “sentí amor” lo sintió, porque el decirlo es afirmarlo y definirlo; y si no se definiera, pues sería algo inédito, tal vez idéntico, pero al menos con la “mínima” diferencia de no llamarse igual, y el nombre es una de las cualidades de las cosas, una muy grande por cierto. Quien quiera sin haber dicho que quiso, o bien nunca quiso aceptar que quiso, o bien –realmente- nunca quiso. Esa incertidumbre vuelve indispensable el decir las cosas, el hacerlas ser.
No obstante, a menudo muchos de los que sí dicen tales palabras simplemente las dicen por decir, por la satisfacción de no sentir el pudor que debieran sentir.

Yo considero que el sentimiento más intenso que existe es el odio y suplico a todos los románticos que no se alarmen.
Es cierto que aquello que más “moviliza” (así dicen) es el amor; que genera el deseo, el sacrificio, la felicidad, el temor, el suspenso, el alivio, la sorpresa y esa inmensidad de pequeños estados de ánimo diferentes. Ahora bien, el odio es más fuerte, ya que para que exista debe existir el amor previamente. El odio comprende al amor y se nutre de él, depende de él. Por lo cual es más delicado y complejo, pero más fuerte, porque despierta todos las evocaciones del amor sumadas a las del odio.
Para amar a alguien no hay ningún requisito más que el amor mismo, pero para odiar primero hay que haber amado. Como siempre, se trata del tiempo y del orden de aparición. El odio se desprende de la agresión al amor. Así pues una madre es capaz de matar al que lastime a su hijo, por odio, pero a la vez por amor a dicho hijo. Si la persona agredida no significara nada para nosotros entonces no sentiríamos odio. Cuando se trata de una agresión hacia mi propia persona y se despierta el odio, el que se ve agredido es el amor propio, nuestro ego; y por todo lo que nos amamos es que odiamos a aquel que nos injurió. A tener en cuenta, cuando hablo de odio es del verdadero y profundo, no del tímido enojo o del dubitativo enfado, es del odio real que nos enceguece hasta terminar con el “enemigo” y aún después.

He de confesar que perdí largo tiempo en busca de personas cuando lo que necesitaba eran palabras. Y he, también, de aceptar que he desperdiciado palabras en personas que no entendían la diferencia entre signo y símbolo o entre lelo y pelotudo. Pero al final uno llega a puerto y cifra lo que esa inquietud le tenía preparado.
Hoy, mientras elucubro, me entero de que respeto más al odio que al amor; pero me entero también de que puedo escribir esa palabra y que en verdad, aunque antónimos, son un poco, por así decirlo, la misma mierda.
Hoy aquí intento reivindicarme y vuelvo a darme cuenta de que no lo logro. Ahora que escribo este último párrafo ya releí los anteriores con vergüenza sincera. Leer, escribir, corregir, pensar, volver a corregir, volver a pensar, tirar todo y leer.
Yo, que intento habla del amor en términos de sensatez, no puedo entenderlo menos.

viernes, 23 de noviembre de 2007

Mi Pecado Original

Existe un humano sucio,
Impúdico y repugnante,
Que rebaja a nuestro mundo
Al mal gusto y al enchastre.

Porque dicho ser humano,
Que gusta de atrocidades,
Es, más bien, un ordinario
Con más vicios que bondades.

Que camina por la acera
Buscando lo que carece,
Y que guarda en la heladera
El pecado que apetece.

Dicho hombre es un cualquiera
Que sea bueno en la vida
Pero que caiga en la histeria
Que nadie sensato envidia.

Dicho hombre es un enfermo,
La lacra de un arrabal.
Un tipo que por su acervo,
Más le vale un lupanar.

Pero anda entre nosotros
Como si fuera normal,
Mirándonos a los rostros,
Disimulando su mal.

Este hombre es un ingrato
De tiempo viejo o actual
Este hombre, de pacato,
Come tapas de lactal.

¡Mas, hombre, no ha de comer tal pan!
Por más que lo ataque el hambre
Las tapas de un buen lactal.
No son pa´ cubrir fiambre.

Mi canto es más bien reproche
Para el que escuche a su madre,
Tirar tapas no es derroche.
Por más que le pique el bagre.

sábado, 17 de noviembre de 2007

Vivir como se debe

Vivir sin el rencor de estar viviendo,
Saber de algo mejor,
Reír a costa de nada,
Dar abrazos al paso del tiempo.
Esperar a que llegue cualquiera,
Ser gentil con un vecino,
Ver la paciencia como algo fácil.
Ser, sin más, solamente ser.
Que todo cierre redondo,
Y que a cada cerrar se abra,
Que no te asuste el suspenso de esperar algún recuerdo.
Vivir sin el rencor de estar viviendo,
Pleno y amigo del hoy,
Amable.
Ciudadano ilustre de una tierra con gente como yo.
Dudar y acordarse de ella.
Sufrir porque otros no pueden tenerla.
Alegrarse de que así sea.
Ser dueño sin poseer.

Vivir porque vive una mujer.

jueves, 15 de noviembre de 2007

Plagio Uno

He cometido el mejor de los pecados que un hombre puede cometer,
he sido feliz.










Y tal vez aún lo soy.

lunes, 5 de noviembre de 2007

La amiga impertinente

Hay, en cierto rincón del universo, un hombre que guarda el secreto de la seducción.
Se dice, entre los más prestigiosos antropólogos del mundo, que éste hombre es inmortal.
Algunos, más cercanos a lo círculos científicos, afirman que es mortal pero que goza de excelente salud por lo cual tiene más de 150 años.
Los que se aventuran a buscarlo, pocas veces lo encuentran. Y si lo hacen, regresan de su travesía aún más confundidos que al partir.
Cientos de miles son aquellos que intentan robarle el secreto, pero el hombre nunca dio una pista. Pasó por largas horas de torturas en manos de agresores pero no sucumbió ante los golpes desesperados de aquellos que intentaban saber eso que él sabe.
La sabiduría que posee, afirma él mismo, es asexuada; genérica.
Yo lo sé porque dediqué años de mi vida a buscarlo y, como buen cazador, llegué a conocer a mi presa tanto como a mí mismo.
Finalmente lo crucé en las verdes selvas de Malasia y pude preguntarle cuál era el secreto de la sacra seducción. Él sólo me dijo “mi conocimiento es tan universal que no serviría de respuesta para tus preguntas tan puntuales”.
Ese hombre maneja esencias, no palabras. Creo poder afirmar que descree del lenguaje.
Le pregunté en nuestro segundo encuentro, que él dejo acontecer pues supe caerle simpático, si alguna vez había amado. Me contestó, con profunda tristeza, que su saber racionalizaba lo que llamamos amor, por lo cual no podía sentirlo más que como reacción física. Entendí en ese entonces la importancia de sus reservas.
Para mí se convirtió en un héroe, espadando en cada escondite contra la muerte del romanticismo.
Dejé entonces de buscarlo, comprendiendo que ponía en riesgo el bien del planeta y el mío propio.
Sin embargo no pude escapar a la llama de la curiosidad. La sola idea de una racionalización del amor me atormentaba. En ese entonces yo cargaba el compromiso de compartir la cama y pasaba largas horas intentando entender por qué quería tanto a la mujer con la que dormía cada noche. Mis ideas eran realmente estúpidas: “es por sus ojos sinceros” me dije en algún rapto de cursilería, “será que me entiende cuando hablo” intuí después, un tanto más analítico… Pero todas mis conclusiones se compraban por dos pesos, y yo, en algún lugar del subconsciente, lo sabía.
Muertas esas y todas las teorías posteriores decidí darme por rendido y dedicarme a disfrutar de mi ignorancia.
Ebrio, una noche, me acerqué a ella y le dije “no sé por qué te quiero, pero me gusta que así sea”. Ella me miro confundida -yo no solía decir sentimentalismos-, pero una vez superada la sorpresa volvió en sí y me contestó “Yo sí sé. Me querés porque sos un tonto”.
Años más tarde, y con mi amor ya muerto, decidí aventurarme nuevamente a mi búsqueda. Lo encontré en las cavernas glaciares del sur de Nueva Zelanda. Lo miré y le dije súbitamente, sin introducciones: “¿amamos por que somos tontos?”.
Recuerdo que rió, entendiendo que me acercaba a su secreto. Dijo, después de segundos de silencio, “Tontos serían si no amasen…”. Sus palabras eran forzadas, sinceras realmente, pero pronunciadas con pudor, como si no se permitiese decir frases gentiles. Saber nos vuelve agresivos, pero al enternecernos nos apaciguamos. Supongo que enternecí al viejo, o supongo que ya era demasiado para el solo.
Luego de quedarnos callados rato largo fue él quien resignó el silencio: “Sé que es así, pero no sé por qué será… el amor nace cuando la otra persona nos trata de imbéciles”, dijo, y me dejó solo desde ese día hasta hoy, acaso hasta mañana, o acaso mucho más.

Nunca volvería a amar a nadie, tal vez nunca lo hice. Nunca más nadie podría tratarme de imbécil, porque lo que yo sabía no lo sabía nadie más. Nunca más nadie con cuerpo de mujer sería impertinente.
Mi vida se volvió una tragedia, y sin embargo, yo no dejo de cosechar conquistas.