viernes, 18 de julio de 2008

La provocación del ensayo

El género “ensayo” supone para mí varios inconvenientes embarazosos, no obstante creo que me está destinado (o al menos siempre que quiero escribir una monografía termino haciendo ensayos porque no puedo prescindir de ciertas opiniones y determinados estilos).
El primero de los inconvenientes que me significa un ensayo es la pérdida de amigos o simpatías. No encuentro la manera de dar forma cordial a ideas que en esencia son agresivas e insultantes. Pasa que a menudo mis ensayos nacen desde lo negativo; es decir, no surgen a partir de una idea que se me ocurre, sino que aparecen como inevitable respuesta a una propuesta de algún otro con el que no estoy de acuerdo. Tal vez sea por mi personalidad desagradablemente descalificadora (notarán que hasta de mi mismo), pero lo cierto es siempre tengo un impulso dispuesto a contradecir y muy pocas veces a reafirmar o adherir.
Dicho esto se entiende fácilmente cómo es que se pierden las simpatías que referí antes: un amigo, por ejemplo, publica un texto en el que plantea que “El túnel” de Sábato es de las mejores novelas argentinas de la historia, y que su implicancia –además de social- es fundamental en la literatura de habla hispana. (Doy este ejemplo como muestra clara de mi tendencia a exagerar, ya que no creo que nadie plantee semejante estupidez). De todos modos lo que cuenta en este caso es la actitud que yo tomaría, que sería la siguiente: leería varias veces el artículo solo en mi cuarto y reprochando en voz alta cada cuatro líneas, intentaría volver a leer “El túnel”, volvería a reprochar para mí mismo, y me pondría a escribir el contra artículo. Comenzaría por lo cómodo y contento que estaba en mi casa, hasta que un conjunto de palabras azarosas se cruzaron en mi calma, bajo la forma del ensayo escrito por tal amigo mío. Después confesaría que siempre tuve estima a ese amigo y que no puedo entender cómo fue que dio con tan obvio equívoco (el de la supuesta importancia de aquella novelita). A partir de ahí convencería al lector, y a mí también, de que mi amigo debe haber sido siempre un bruto y yo no me di cuenta. Luego daría dos o tres nociones de por qué me parece tan estúpido su ensayo (alegaría que en realidad no hacen falta argumentos), y finalmente supondría que mi camarada sólo tuvo una mala tarde y que no debemos juzgarlo (de todos modos le recomendaría leer “Zama” de di Benetto, o incluso alguna de García Márquez –usaría el término “incluso”-).
Si dicho contra artículo fuera leído, probablemente perdería el favor de mi querido amigo, o al menos tendría que reparar mi ofensa diciendo que era sólo una broma.
El segundo inconveniente que suponen los ensayos es que me voy por las ramas, y está permitido irse por las ramas, dándome a mí la posibilidad –que uso muchas veces- de abandonar el ensayo y continuar el texto en forma de cuento en primera persona en el que un hombre (un protagonista tremendamente vanidoso y soberbio) se enfrenta al terrible desafío de expresar sus ideas para salvar a un amigo que está a punto de ser condenado a muerte. En dicho cuento, el protagonista –una especie de abogado escritor- alega que su amigo es demasiado estúpido para ser culpable de algún delito y luego condenado a muerte, tan estúpido que hasta cree que “El túnel” es una gran novela, remataría el defensor.
Y entonces tendría un nuevo ensayo devenido cuento para sumar a la colección de relatos sin razón de ser; pero no tendría el ensayo que en primera instancia había querido escribir.
El tercer inconveniente es que soy tremendamente estructurado, y creo que las ideas sólo son consistentes si se pueden expresar al menos con tres puntos fundamentales.

Por esto, y por evidentes falencias técnicas e intelectuales, es que no puedo escribir ensayos que me dejen conforme, o que al menos no me hagan perder amigos o privarme de posibles amistades. Solamente escribo cada tanto un compendio de ideas borrosas que se caen ante la primera refutación. Ideas mal expresadas y que ni siquiera quedan lindas, sin humor, arcaicas y básicas. Puedo afirmar que un ensayo escrito por mí es la mejor manera de definirme: algo que nunca termina de ser y que su propia falta de definición lo define.
Los conceptos están, las percepciones las tengo, pero todas atadas a mi desacuerdo con el resto. Únicamente tengo contra ideas. Respuestas que nadie pidió, polémicas gratuitas. Por ejemplo, cuando leo algo sobre la poesía y se dice que es una manera de evitar el dolor de cabeza, pura expresión sin filtro en donde todo vale por el simple hecho de haberse ocurrido, un juego entre una cosa y otra, bajo relaciones lúdicas que en lo profundo no guardan ninguna relación con algún sentido. Sí pienso que en la poesía hay expresión, pero con ciertas reglas –que se pueden romper con conciencia de estar siendo avasalladas-. No es de retrogrado, es de obsesivo, de histérico. No soporto que alguien crea que cualquier resultado salido de la mente humana es valioso de por sí. Las cosas sin razón de ser que las engrane el psicólogo. La literatura no es el lugar liviano en donde las personas con problemas de realización social mandan todas sus insatisfacciones en forma de sonatina y dicen hacer poesía por poner la frase “estoy muy triste” con cortes en el medio:

Estoy
muy
tris-te

hete aquí que cualquier hijo de vecino es poeta, y de los buenos si se animara una rima:

…Estoy
muy
tris-te
…hoy

hete aquí el Quevedo del siglo XXI.
Como verán, no miento; sólo tengo contra ideas, sólo concibo polémicas. Leí en algún lado que la poesía es un bálsamo terapéutico, una droga contra las malas experiencias que calma la pena y que nada cuesta, accesible a cualquiera. No. Llámenme aristócrata, facho, o soberbio; pero la poesía será para que la lea cualquiera (no por eso la disfrute), y no para que la escriba cualquiera. Descreo de aquellos que sienten ganas (que llaman “ganitas”) y se pone a combinar las cuatro palabras que conoce del diccionario. La poesía es inaccesible, la poesía es un libro cerrado al que no se podrá llegar nunca más, la poesía ya está hecha.
Lo que resta son nuestros poemas vivientes, nuestra generación de homenajes sin pretensión que así –aspirando a nada-, algún día tal vez se filtren en aquel libro sellado. Los poemas son para todos, incluso para mí; la poesía no (o al menos no me siento digno).
Y después de entendido esto, cada uno lo que quiera. Sus imágenes mínimas, sus bálsamos terapéuticos, sus manchas en la hoja como poema visual, etc.
Yo elijo respetar de otra manera al lenguaje, elijo aferrarme a formas antiguas, sentir el ritmo como una música, construir el sentido antes que la forma –pero construir después la forma-, atarme a ciertas reglas para poder llegar a algo a pesar de esas reglas, jugar conjugaciones, pecar con culpa, leer cientos de veces más que escribir, ver en la literatura el más dulce de los horrores, la pasión más desgarradora, el estrés más mágico.
Elijo vivir de letras, y con ellas polemizar, y con ellas congeniar.

miércoles, 9 de julio de 2008

Palabras para recordar metafísicamente a Macedonio Fernández, no muerto en batalla.


Qué fue de ese zapallo,
Macedonio,
Que habiéndose hecho cosmos,
Y de a poco,
Fue abarcando los buques y la tierra,
Y creciendo más que el mundo que lo diera.

Qué fue de ese zapallo,
Macedonio,
De crecimiento incesante, hasta infinito,
En cuyo espacio diáfano albergaba
La personación del cosmos y su póker
Jugado desde dentro y compartido.


No bien era una cosa,
Ya era otra,
El zapallo se hizo cosmos y poema.
Entonces yo pregunto,
Macedonio,
Qué fue del vegetal donde vivimos.
Si crece aún o dio por terminada
Su existencia abarcativa y populosa.

Qué fue de nuestro mundo calabaza.
Tal vez nació, fue el universo y explotó,
Explotándonos a todos dentro,
Y si ese acaso –posibilidad- pasó,
De dónde saco la pregunta que te doy,
Qué fue de tu zapallo,
Macedonio.