viernes, 19 de diciembre de 2008

Profeta de lo extraño. Acerca de la extrañeza como motor creativo

No sabría si decir que es una moda porque ya duró más de seis meses. Sin duda los primeros años del siglo XXI tuvieron como interrogante fundamental el por qué de las ideas. Todo escritor joven tuvo que responder alguna vez a la pregunta “qué te inspira”, o “por qué escribís”. Hay una búsqueda desesperada de un motor primario que opere como fuerza creadora. Un motor que puede ser muchos o no ser ninguno.
Lo que sí sabemos es que la literatura se da, y sin certezas de lograrlo, aquí arriesgo algunos motivos.
El psicoanálisis atribuye al polo pulsional la capacidad creativa, el arte para Freud o sus secuaces es una especie de resultado bastardo que aparece como daño colateral (o beneficio colateral) a un proceso del subconsciente. El hombre no crea, sublima.
Desde el lado de la filosofía, siempre obligados a creer que Nietzsche es el dueño de la verdad –la juventud es fácil de engañar-, caemos en afirmaciones que entienden al mito de Dionisio como metáfora perfecta de la fuerza vital del hombre. Claro que esta idea no termina de entenderse postulada de esta forma, pero siendo la filosofía una zona tentadorísima para charlatanes seudo intelectuales (no justamente aquellos a los que critica Bunge), se puede caer en la enunciación liviana. Con afán esclarecedor aporto que esa fuerza vital a la que se refiere Nietzsche es el impulso de vida que reafirma la existencia en tanto uno celebre la posibilidad de ser. Antes de llamarse nihilista, Nietzsche fue un ingenuo feliz, ¿o no?
Musicalmente hablando, el ritmo se sostiene en una matemática exclusiva. La forma de llegar a una pieza o a una canción depende de la musa de turno o del éxtasis que se alcance. La matemática exclusiva se desdibuja en este punto, pero sigue estando detrás de cada nota. “La musa no es una sola musa, ni es una serpiente de muchas cabezas”, canta Calamaro tratando de desmitificar el momento creador, justo antes de seguir su verso con una rima evidente conformada por la palabra cerveza.
Y así infinitas veces. Si no es moda es tendencia. No sé, en los sesentas todo texto rondaba alrededor de cuan comprometidos con la lucha política se estaba, o se escribía realmente bien un cuento que podría llamarse “La muerte y la brújula” y que nada tuviera que ver con el compromiso social.
Así se mueven la ideas, en conjunto. Y yo no puedo, por una cuestión estética casi, sentarme a escribir sobre un tema sin saber por qué llegó ese tema a mi discusión personal. Primero me pregunto por qué he de preguntarme de dónde viene la intención de escribir, de crear. Después, suponiendo que me convence la idea de que es una moda, me hago la pregunta en cuestión: qué me motiva, o qué motiva al escritor, a abrir el Microsoft Word.
Hace algunas semanas, en el ámbito de una clínica de escritura que se realizó en la Villa Ocampo, tuvo lugar una charla con la escritora Anna Kazumi Stahl. La misma tuvo como eje central el tema de la extrañeza y cómo opera ésta en la escritura. Primero habría que definir extrañeza, pero es una palabra tan transparente, tan definida en su ser y en su forma que no lo siento necesario. Apenas puedo mencionar que la extrañeza es acaso una remake del término otredad. Lo ajeno, lo que no pertenece y aún así se aprehende; motivados justamente por el hecho de no poseerlo. El segundo idioma que aprende una persona a los veinte o treinta años, el manejo del Chat para la bis abuela de una persona ya vieja, el sexo para cualquier debutante…
Stahl escribe en español, nació en Estados Unidos y allí se crió, su madre es japonesa y su padre, que ama la arquitectura japonesa, tiene antecedencia alemana. Esa es Stahl, casi una letra de tango, mezcla rara de penúltimo linyera y primer polizón en el viaje a Venus… y además entiende hablar a los porteños, y habla el castellano de Buenos Aires, pero tal vez no entienda a los españoles. Por si no fuera suficiente extrañeza, cuando le preguntan por algún escritor argentino que le haya llamado la atención no dice Borges de manera automatizada, como pareciera ser el requisito básico del intelectual extranjero que habla para un medio nacional.
Primer peligro: no confunda usted la extrañeza con lo raro. Raro es que un sapo fume en pipa y no lo contrate Marcelo Tinelli para bailar en su programa. La extrañeza en cambio se presenta con la íntima necesidad de abarcar algo ajeno. Es la mirada de quien no entiende pero sabe que en esa falta de comprensión radica casi toda potencialidad reflexiva que ese instante posee.
A esta altura me siento mal de haber escrito el nombre de Tinelli. Léase como una mancha.
Anna Kazumi Stahl utiliza el español para dar vida a personajes lejanos. En “Historia de un Yoshi” se apropia de las confesiones de un hombre (extrañeza original, como si Adán jugara a ser Eva y urdiera las mil cosas que habrá pensado antes de tentarlo con la manzana aquella). No conforme con cambiar el género, estira la edad, el hombre es un viejo en el lecho de muerte. Yendo más lejos aún, lo hace desagradable y soberbio, de una soberbia poética que se consuma en la última frase: “supe amar lo amable”. La escritora, vale aclarar, no tenía un ápice de esa antipatía.
Cual si fuera un gato, pero con más de siete vidas, Anna Kazumi abusa de su curiosidad. Las cosas le llaman la atención y siente el deber de describirlas, mientras que a la vez las crea. Escribir un cuento no es contar un mundo, es terminar con todos los otros mundos que el lector creía ciertos. En ese aspecto Stahl es una terrorista. Mira mucho, demasiado. Se concentra en lo particular de un vaso. Intenta hacer chistes torpemente e igual se ríe. Ella misma es un personaje lleno de extrañezas, acaso de todas esas que fue recolectando por allí. Lo suyo no es multiculturalismo, es inconformismo. Como si le bastara un día para dejar de ver como bizarro eso que conoció hace instantes. No le alcanza nada, salvo Buenos Aires, tal vez.
Oscar Wilde, extraño en su época, decía que amarse a uno mismo es una aventura que dura toda la vida. Anna no parece estar de acuerdo, para ella es como si no existiera un “uno mismo”, porque uno mismo es otros, es lo que tomó de esos otros; de nuevo la otredad pero moderna, alcanzable ahora.
Así es Stahl: múltiple, y encuentra en esas vastísimas posibilidades de ser, la fuerza creativa. Si alguien le pregunta por qué escribe, ella debería responder que lo hace para ir acercando las extrañezas del mundo. Esa es su musa, con más de misión que de musa, que se vuelve mandato y con el tiempo se transforma en temática.
Pienso que Stahl es como Groucho, tiene sus principios, y si no gustan tiene otros. Y de tanta mezcla, de tanta cosa cierta recolectada por ahí, Kazumi podría decir algún día en uno de sus cuentos -en uno que se encuentra consigo misma-, que sus historias “no siempre apócrifas” han hecho de ella una profeta de lo extraño.
Así funciona en ella, pero no sólo así. Pensar en algo es pensar aspectos de eso, nada más. Nos quedamos cortos de apresurados.

martes, 2 de diciembre de 2008

Dos Lluvias

I

Pequeños golpes,
gotas.
El cemento
impermeable
recibe.
El agua cae y rebota:
hacia abajo,
hacia arriba,
hacia abajo,
al charco.
Y golpes en crecimiento,
un tambor,
y los instrumentos del viento,
un rumor.
Las ramas hacen sonar la nada,
¿Suena la nada o suenan las ramas?
No importa,
la lluvia pasa,
la lluvia va.

II

Y en la línea vacía que deja el misticismo
un hombre insulta.
La lluvia realmente es mágica
cuando no nos caga la vida una baldosa floja.