miércoles, 19 de agosto de 2009

De ausencias

¿Por qué hacerla así, a la vida? Caminando por el otro lado del mundo, por donde las cosas no pasan. Transitar por el filo, por donde duele pisar y cada paso es un corte y un resbalón. Digamos por la sombra, por la penumbra elegida de nuestras decisiones. El orden no llega con lo abrupto ni asoma como resultado de un vuelco. El orden, la mente alineada con el espíritu, llega con la perseverancia suave de los justos. Llega con la fe, con algún tipo de fe, que nos mantiene siempre erguidos. Digámosle erguidos…
Con las convicciones nacen las condenas, pero también la felicidad. La convicción es el amor. Y una vez nacido, ¿qué nos queda?
Maquinarnos por deporte. Confundirnos por costumbre. Mutilarnos por saña. Deshacernos por justicia. Abrigarnos por error. Llorar por motus propio.
Y mirar la ausencia tantas horas…

Mirar la ausencia hasta que desaparezca el vacío. Sentir la nada ahí mismo, en nuestro cuarto. Hay algo que no está y lo sabemos. Algo cuya condición esencial es la de estar en ese hueco, en ese recoveco que miramos y buscamos y perdemos. Y por motus propio… Y por error, seguro error, que nos sabemos, nos perdemos, cometiendo.

lunes, 10 de agosto de 2009

El desorden de las cosas

En algún punto el desorden me enaltece, me llena de orgullo. Siento que estoy diciendo algo que no sé pero intuyo. Una especie de convencimiento de que lo excelso no necesita prolijidad. Un libro sobre otro, y estos cargados en la mesa que a la vez sostiene un parlante y una flor de plástico, puede ser, o siento que debe ser, tan digno como el catálogo preciso de una biblioteca.
Es absurdo, lo sé, y aun así imagino una garantía de mi genio en el hecho, involuntario, de que mi cuarto sea un nido parecido a una sopa o un caldo en el que todo –cual puchero– libera un aroma a poesía e ingenio, un suave olor de inteligencia y arte, un color de admiración.


La lámpara sin base, cubierta de prendas, muestra una forma uniforme de mi cuarto. El piso, regado de mi ropa, aun es piso y es armario. Un pantalón de jean esconde un calzoncillo que a la vez oculta una media que antes usé con otro pantalón y con zapatos, aunque siempre el mismo pie. En la silla marrón de cuero está sentada una campera que abriga a una camisa. Mi mano, invariable, toma a veces la campera o la camisa y genera variaciones en la moda y en la silla que a veces es silla y a veces perchero. Allí mismo escribo y veo el cuerpo unificado de mis cosas y mis obras en desorden. Allí, sobre un cinturón de tela que antes estuvo en el jean y ahora atenta contra la comodidad de mi asiento, escribo que en este instante, al corregir desde el mismo lado, mi silla es silla y es perchero y es una nueva cosa nacida en el desorden y cuyo nombre desconozco o no inventé, todavía.
En el caos surge un orden. Y hay placer en aquel que entra adonde el día anterior era un lugar en calma y hoy es Kosovo, dicen algunos, para representar el espacio en donde los sucesos terribles tienen lugar: sucesos hechos de explosiones y de muertes, pero también de heroísmos y de supervivencias. El lugar sin piso en donde la cama lo es de noche mientras de día es mesada de papeles y de fichas y de bolsos. Campo de barro que persevera en su ser, en la oscuridad incluso, corrugando las sábanas que, descubro, son sábanas que no permiten recambio.
En una mesita hay un tintero y una pluma y algunas manchas celestes instaladas. Habita un pañuelo en la barra que una la pata derecha con la izquierda. A veces quiero usar tal pañuelo y lo busco allí, automáticamente, y entonces pienso ¿y el desorden?
No hay tal Kosovo, tal vez. Digo, ¿acaso existe ese lugar llamado Kosovo al que nadie fue (nadie que lo compara con un cuarto distraído, despelotado)? O Bagdad, Camboya o Iraq. ¿Existen? Siendo que caben en mi cuarto, donde nadie muere, donde incluso se generan nuevas formas de existencia y de renombre, yo me permito preguntar si existen. Y llegaré un día a Medio Oriente pensando en mi cuarto y en el caos y no voy a encontrarme en casa, sólo en casa, porque el desorden de las cosas es natural e inevitable, como el hecho de que sea siempre la misma mano la que toma la campera, convierte el perchero en silla y vuelve abrigo el trozo de tela al que me refiero al decir campera. Tal vez es nylon, qué más da, si el material -desorden y variaciones de por medio-, se transfigura en objeto.
Quizás mi remera sea piso, y el suelo mueble y el armario cama. Y Kosovo, Bangladesh o Myanmar adjetivos funcionales que nadie sabe por qué usa. La diferencia en todo caso, especulo, será decir que acaso, al pisar y ver Kosovo, alguien pueda pensar en mi cuarto. Y es porque el desorden de las cosas tiende a unificar el espacio, y así perseverar en su ser, y así volver a ese mundo de un solo paisaje, sin distancias, al mundo sin moldes -acategórico- que en realidad nadie vio.
¿Será por eso que me enorgullece el desorden?