martes, 26 de agosto de 2008

Ajenidad

Salpica libre el sol
Oh, malta pecadora
Corre el cuento de niño que fumiga,
Calumnias de ajenidad
¡Hermana!
¡Hermana tierra!
¡Hermana!
La calle se va con otros
Y queda solo mi velo
Mi angustia
Mi ajenidad
De la luz
Que va
Que cae
Que sobra
Que baña
Que inunda
Que muestra
-¡Feroz!-
El trueque de hielo inédito,
Un Amanecer de mí,
Un Atardecer de usted,
Yoes de penumbras muertas,
Ajenidad,
Grito,
¡Ajenidad!
Perfume de hora larga y tuya
Manifiesto de vacío
El devenir.
Ruido,
Decepción y ruido.
Indígena de modernidad,
Moda nueva de recíprocas fealdades
Todo, nada,
Nada, todo
Diminutivo de luz,
Y correr de nuevo,
Hermano escape,
Prima persecución,
Ajenidad,
La voz de dios veloz
Se interpone peregrina,
Marea sublevada,
Y el resto
El todo
Ajenidad.

martes, 19 de agosto de 2008

Lapsus

A la mierda mi intención de unidad estética. ¿A alguien le molesta tanto como a mí que Marcelo Birmajer publique nuevos libros todos los meses?... Suficiente, carajo. Tomate unas vacaciones y dejá de hinchar las pelotas con tus historias de hombres casados o de amor o de seudo nueva literatura beat.
Eso es todo

miércoles, 6 de agosto de 2008

Transición

Cuando Felipe Moro salió de su casa, camino a realizar su excursión diaria por Arenales, no notó que esa tarde el cielo volvería a perderse como aquella vez en la que un don maldito le fue impuesto.
Encaró por Junín hasta encontrar su calle, y una vez allí recuperó su postura misteriosa, su aura de persona oscura que hacía que la gente, si es que lo notaba, cruzara de vereda para evitar una mirada o para negarle el contacto. El barrio huía de Felipe con más espanto que disimulo desde la tarde en que él, luego de mirarle los ojos a un anciano, escondió el rostro en lágrimas de culpa mientras el viejo se golpeaba el pecho, intentando inútilmente reanimarse, y con el último aliento ya extraviado.
Felipe, en las afueras de su calle predilecta, era una persona común y corriente, de esas que trabajan sus buenas horas para comprarse una televisión, que quieren a sus amigos y piensan que la familia está primero. Pero en Arenales se oscurecía, casi sin notarlo e indefectiblemente. Llevaba una vida tranquila, hasta que una atracción inentendible lo llevaba siempre a cierto corredor y todo se volvía noche, en un estado de trance semi-inconsciente que derivaba en la repulsión de los vecinos de Recoleta.
Una vez que abandonaba Arenales volvía a recuperar su sociabilidad y era amable con quienes se encontrara, pero su desagradable postura anterior hacía que todos terminaran por rechazarlo y él no lo entendía, o acaso no sabía que la calle era más dueña de él, que él de ella.
Todos los días tomaba su sendero, o su destino, e Iba a paso lento y con la atención despierta, poniendo uno tras otro los pies en las baldosas que se sucedían torpemente. Desde aquella muerte repentina del anciano sus hombros se encorvaban al caminar, y la mirada estaba siempre en la vereda, en la pisada inmediata. Un sombrero gris bajaba en diagonal por su cabeza, cubriendo uno de los dos ojos que de de algún modo tomaban un color oscuro. Sus manos se refugiaban en los bolsillos de un piloto negro que destilaba un místico olor de antaño. La vida alrededor recrudecía.
Esa tarde el cielo volvería a perderse, pero él no lo sabía. No había hecho dos cuadras cuando los autos se detuvieron por completo. Las personas, las pocas personas que había por allí, también se quedaron detenidas, como estatuas vivientes pero sin la expresión de vida en el rostro.
Lentamente una larga nube negra cubrió el cielo, quedó opaco el firmamento y la ciudad se hizo de sombras. Luego asomaron los relámpagos, advirtiendo a los truenos que después hicieron retumbar a los edificios.
Al cabo de algunos pasos, Felipe Moro se percató del inmenso cuadro al que pertenecía. Notó la pausa del entorno recordando la primera vez y comprendió que allí imperaba la misma magia cuando vio flotando debajo de la boca de un portero a una bola de saliva casi verde que no había completado su carrera al suelo.
Paró entonces Felipe de caminar. Miró a los costados y se descubrió en una esquina. El cielo seguía sumando grises y los relámpagos y truenos ahora eran simultáneos, los ruidos que pertenecían a luces anteriores se fundían con nuevos destellos. Los estruendos y resplandores dejaron el redoble, formando una marcha de continuo explotar.
Sólo Arenales estaba negra y detenida. Los cruces, sabía Felipe, tenían aún la vida y el devenir de ese Heráclito tan constante como inconstante.
De pronto un halo de luz roja atravesó las nubes y se estrelló a cien metros de Felipe, que resignado supo lo que venía. En ese instante todo se detuvo: los cruces, los relámpagos violeta que decoraban el ambiente, las piernas de Felipe, sus manos y su cabeza; sólo sus ojos podían moverse, pero sin libre albedrío, sino que guiados por una fuerza mayor.
Una figura roja, sin mayor silueta que los movimientos del fuego, se acercó al hombre. Pareció mirarlo y olerlo, pero sin ojos ni nariz. Lo rodeó, escrutando cada minúsculo detalle, y al final del examen pronunció lo que parecieron palabras y Felipe interpretó así.
-Me dicen que no miras a la gente.-
Felipe no contestó, pero ese fuego leía las respuestas y entonces continuó.
-No nos sirves si no miras a la gente… ¿Crees que podrás levantar la cabeza mientras caminas por Arenales y mandar a tus vecinos con nosotros?-
Nuevamente silencio.
- Los encargados de las otras calles no se han quejado en absoluto… mandan al menos diez por caminata, pero tú… sólo uno… ¿piensas modificar esta actitud o tengo que buscar a otro?- Volvió a preguntar el fuego a voz de estruendo.
Pero Felipe seguía sin contestar, y entonces la masa luminosa y amorfa echó un grito que parecía significar: “Como desees”, y luego los relámpagos y truenos se esfumaron, dejaron las nubes el cielo y las cosas retomaron su rumbo.
A Felipe ya no le sonaban en su cabeza los reproches en forma de ruido de aquel demonio. Lo último que vio antes de caer al suelo, cuando su cabeza se estrelló con el cordón, fue a la mirada desconcertada de aquel portero que se enfocaba directo en sus dos ojos, que iban perdiendo el color negro, conforme Felipe iba perdiendo la vida.
Desde aquel entonces algo cambió en la calle Arenales. La de Felipe fue la primera de las muertes que precede a la larga lista de víctimas fatales que de algún modo comenzó a labrarse desde aquel día.
El portero por su parte sigue escupiendo, pero sus gargajos ahora siempre tocan el suelo, y su mirada baila contenta desde sus ojos, que miran alegres desde su cuerpo, ahora encorvado, oscuro y misterioso, pero feliz, mucho más feliz que cualquier chico con juguete nuevo.