lunes, 28 de mayo de 2007

Emboscada

Estoy enamorado del pasado,
De ese afán por los combates perdidos,
De la imagen de mi “genio solitario”,
Del querer ser nunca comprendido.

De lo lejos que me encuentro de este mundo,
De las sombras que reflejan mi tristeza,
Del cariño de mi padre -al cual escapo-,
De mi fuga eternamente clandestina.

Estoy enamorado del pasado,
Del recuerdo de una idea victoriosa,
De la nada convirtiéndose en mi vida,
De una inefable felicidad ambiciosa.

Estoy completo de horas abreviadas,
De construcciones generosas en supuestos,
De los rincones de esas -nunca concretadas-
Fallidas citas de tu lejana y vieja historia.

Como una fábula de ausente paradoja,
Se entrecruzan las memorias de mis días.
Como un hombre que se olvida cada instante,
Va mi cuerpo eliminando las zozobras.

Pero en cada reciclaje de congoja
Se acumula en el arjé de mi persona
El desecho de una risa destruida,
La elegía de mi fuerza temerosa.

martes, 22 de mayo de 2007

Asfalto

Estoy encerrado en mi casa, por donde sea que mire hay paredes, no sólo cuatro, sino varias. Los ladrillos se encuentran, desde que tengo memoria, recubiertos de pinturas antiguas y opacas.
Estoy prisionero con puertas abiertas, si quisiera podría salir pero me falta el valor para enfrentar nuevamente la osadía rutinaria.
Ayer, por nombrar algunos de los días que anteceden, estuve fuera del encierro por horas, desde que salió el sol, hasta que cerré la luz con mi cortina de ensueño.
Ayer llovía y salí a la calle bajo insistentes gotas de agua concebidas para humillarme. Encaré por Uruguay bajo los toldos perforados que no me protegían. En ese afán por no mojarme tuve que esquivar las puntas filosas de los paraguas de mujeres bajitas que no se percataban de estar dejando tuerta a la población. No me siento mal de confesar que las insulté en silencio.
Llegué entonces, sano a pesar de todo, a la esquina de Uruguay y Paraguay donde encontré acurrucado al linyera habitual de quien quiero ser amigo pero no me lo permite, abocado a su silencio. Mientras miraba al mendigo me interrumpió una bocina, dirigida a algún otro, con su sonido penetrante que parecía reclamar que continuara. Uno no puede dejar pasar el tiempo en este atolondramiento cosmopolita. Seguí entonces mi camino por la siempre amplia y amable calle Uruguay, la que sostiene innumerables casas de ropa y edificios gubernamentales con pinturas amarillentas por los años; la de comidas rápidas y café elaborado; la que cruza barrios opuestos y tiempos distantes; la de siempre, que alberga mi encierro y hogar. Toda mi vida fue y será esta calle de Buenos Aires.
Cuando volví en mí, lejos de recuerdos abstractos, estaba ya en el cruce con la avenida Corrientes. Miré a un lado y a otro sabiendo lo que iba a encontrar y no me sorprendí. Allí estaban las librerías usadas, defendiéndose de la lluvia que golpeaba con ruido ahora, con redobles de tambores de asfalto.
Quise dejar entonces Uruguay y caminar por la avenida para llegar a esos libros secos pero no pude. Uruguay me poseía, me ataba sin concesiones mientras la tormenta abarcaba todo el cielo y la tierra. “El aire estaba tan húmedo que un pez podría nadar en él” había advertido Capote.
Resignado a ser una calle giré sobre mi mismo y sentí pisotones marchando sobre mi pecho desgarbado, con baches y poceado. Autos y autos me corrían por el cuerpo impregnándome, impiadosos, a la historia de mi vida. El tránsito era un escalofrío.
Adherido al piso y rendido a mi destino de calle, cerré mis ojos nuevamente, como cada tarde, para despertar hoy en donde siempre, en Uruguay y tantos cruces.
La gente, por su parte, sangra por un ojo desde que comenzó la tormenta. La proliferación de paraguas ha dejado tuerta a la ciudad.