lunes, 22 de febrero de 2010

NO ME GUSTA KLOSTERBOER, por EJB



¿Qué le vieron? Posta, muchachos. ¿Es para tanto? Sí: está mejor que mi tía. Sí: se la empernaron varios con chapa. Pero... pará. La sonrisa siempre a medio sonreír. Busto, cuanto mucho, reglamentario. Piernas ahí, bien, tampoco la pavada. Retaguardia magra, lejos de las proporciones ciriescas que relamente te vuelan la zabeca. Voz de galletita de agua sin sal. No parece guarra. No cambia el look. No tira frases picantes. No se maquilla. En definitiva, no sin temor de ser vituperado, me animo a vociferar: ¡terminemos con la mentira de Marcela Kloosterboer! Viene y te encara y sí, ¿quién no le da hasta pasado mañana? Pero no, viejo, antes tengo varias en la lista. Y no me vengan con eso de mamá te presento a mi novia y con ésta sí me caso y le hago un hijo por año. Mentira. Acá se habla de quién está más buena y este país, floreciente en sus viñedos, orgulloso de la birome y el colectivo, sacapecho de su carne de exportación y –acá viene la posta-- quiero vale cuatro cuando hablamos de minas que se parten en mil pedazos, no puede considerar a Marcelita como Nº 1. ¡El país de la Coca Sarli y Tita Merello, muchachos! Estamos mal. Como país. Y viene Bublé, chorea lo que hay, y no lo cagamos a palos. Qué lo parió.

martes, 16 de febrero de 2010

Salido de una ficción real con sabor a letanía durante la tarde lluviosa de una persona perdida

Es raro. Estoy vivo. En verdad no tuve el riesgo de perder la vida. Quizás. Pero fue raro. Y estoy vivo. Y cansado. Y desde hace días siento que recién salí del camino del Inca. Escribo, digamos, para salvarme de la angustia que sé que va a venir. Todavía no lloré, y no creo que lo haga, pero contar cómo fue una parte de la travesía puede rescatar del olvido al miedo y a la suerte que tuvimos.



Era tarde cuando escribí esto, serían las dos de la mañana. Tenía las manos de un extraño color amarillento, como el color de la tierra que se había instalado en mis uñas y en mi pelo. Hacía cuatro días que no me bañaba y los pies ya me advertían de varias ampollas por salir. Acababa de llegar a Cusco desde Ollantaytambo y casi no entendía esto de escribir en computadora (tan habitual anteriormente). Estaba agotado. Pero feliz. Entonces escribí esta crónica de mi supervivencia.
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Me encantaría decir que llegué de Machu Picchu, pero nunca alcancé el santuario. La tragedia se desató antes. ¿La tragedia? No sé. Los hechos fortuitos de la naturaleza, que acá llaman Pachamama. Pasado en limpio: el domingo 24 de enero, tras intensas lluvias en la zona del valle sagrado de Machu Picchu (y en toda el área de Cusco), los ríos Urubamba y Vilcanota, entre muchísimos otros, crecieron enormemente y empezaron a corroer las paredes barrosas del valle. La primera víctima fue la vía del tren, después las montañas en sí, que comenzaron a sufrir derrumbes, y para el final del lunes 25 ya había dos personas muertas: una chica argentina de 23 años y un guía peruano. Además, miles de turistas varados en Aguas Calientes y otros tantos en la mitad del camino del Inca. Entre ellos yo, que viajé a Perú junto con mi amigo Gastón Bourdieu para conocer el mítico santuario incaico, ese “centro de energía”, maravilla del mundo, al que no se puede dejar de ir. Y así fue, fuimos, fuimos yendo digamos, hicimos el intento. Empezamos la caminata el mismo domingo 24 sin saber qué estaba sucediendo. Caminamos 11 kilómetros, dormimos. El lunes nos despertamos a las 5 y reemprendimos la marcha, 13 kilómetros, todos en subida, hasta llegar a 4250 metros, descender hasta 3600 y volver a acampar. A esa altura falta el aire, los pulmones pierden efectividad y las piernas se entumecen. Pero allí adelante está el objetivo, entonces se sigue. Una vez en el segundo campamento llegó la noticia. “Ha habido un alud, los caminos están cortados y la gente en Machu Picchu no tiene cómo volver porque ya no hay vías férreas y está todo inundado”, las palabras son de Lucio, nuestro guía. Respondimos, creyendo que la inteligencia y la valentía son enemigos, que queríamos seguir. Lo pensó, lo discutió con colegas, y dijo que no, que no le parecía prudente. Además, los porteadores (quienes llevan hasta 25 kilos de equipaje en la espalda) tampoco estaban dispuestos a arriesgarse. Al día siguiente nos despertamos (despertar es un decir, ni dormimos) a las cuatro de la mañana. Lucio se acercó a la carpa del desayuno y, después de ofrecer agua hervida, informó que había dos muertos. Entonces el juego de las vanidades pasó a segundo plano: ya no era llegar o no llegar, sino salir o no salir. Los puentes estaban colapsando. Había derrumbes. Faltaba el agua y la comida. Y estábamos lejos.

Sin más nos pusimos a desandar nuestros pasos. Los 24 kilómetros que habíamos hecho en dos días debían ser atravesados lo antes posible. Volvíamos, cabizbajos, por las mismas rocas que habíamos superado. Pero los puentes no eran los mismos. La mitad de uno ya no estaba (el resto era río). Ayudados por lugareños, lo cruzamos descalzos. Otro puente era aire, y el camino se desviaba hacia la montaña para sortear el precipicio. El río se hacía escuchar. Y a mí no me quedaba más whisky, y llovía, y transpiraba, y aun así corría o trepaba o lo que fuera necesario. Había que alcanzar el kilómetro 82, la entrada, el puente principal que todavía no caía, nuestro oasis. Finalmente los trece integrantes del grupo (8 argentinos, 2 suizas y 3 brasileros), y los tres guías (Lucio, María y John), llegamos a la meta. Pero las noticias no eran mejores. Ahora los pueblos eran los que caían, las casas se iban poco a poco, y entre caos y lluvia, la única esperanza era la esperanza. Sobrevivir era posible, casi hasta fácil, pero verlo todo como testigo cruzaba una línea. En algún momento alguien insultó a la Pachamama, a lo que Lucio respondió que quizás esto no era un castigo, sino un aviso, una manera poco pintoresca de decirnos que no avanzáramos. “La civilización ha ido mejorando las casas, pero no ha mejorado al mismo ritmo a los hombres que habitan en ellas”, escribió el naturalista norteamericano Henry David Thoreau, a quien leí justamente durante una noche de la odisea.
El miércoles 27 al mediodía, después de caminar dos horas por las vías de tren, de hacer trasbordos de un camión de ganado a una combi, de ver al conductor acelerar porque, producto de un nuevo derrumbe, caían piedras en la camioneta; llegamos a Ollantaytambo. Y volvió a existir la civilización, internet, el teléfono, las voces que conocíamos y que, producto del miedo, intentábamos recordar en cada cuesta. Hablé con mi familia, mi amigo con la suya, los demás con los propios y en menos de diez minutos volvieron varias almas a sus cuerpos. Las de las madres, claro.
Mientras tanto la gente en Aguas Calientes sigue varada. Y yo escucho todavía el ruido de los helicópteros que pasan camino al Machu Picchu. No es producto de mi memoria perturbada, es el sonido de los rescates. Dicen que sacan primero a los que tienen plata, y que falta la comida y el agua. Pero después dicen que no. En este caso el periodismo me supera, cuesta saber los datos.
En fin, después de dos días de caminata de ida y dos días de vuelta, acá estoy. Huelga decir que el regreso fue mucho más emocionante que la ida. Los puentes se caían. Las casas se iban. La gente lloraba… Y yo no entendía qué era lo raro.
Con todo el respeto por las víctimas, agradezco estar bien y, si se puede ser resultadista en estos casos, haber pasado sin fatalidades por esta experiencia. Escribe Rodrigo Fresán en su primer libro (“Historia Argentina”), que la gracia del viaje de Moisés hacia la tierra prometida no estaba en llegar, sino en ir… Y yo fui. La historia y la angustia, claro, quedarán para después.


domingo, 14 de febrero de 2010

De vuelta

De vuelta en Buenos Aires, tengo dólares en mi billetera. Como solo en un bar y juego a que éste es un destino más. La ciudad donde vivo me da miedo. Y pienso que si efectivamente fuera un destino más, un puerto o estación adonde llegar de noche, caminaría por los extrarradios con fascinación, sintiendo que la muerte y el peligro, en todo caso, son la opción tentadora del turismo aventura urbano.
De vuelta en Buenos Aires, parece, aun sigo de viaje.

domingo, 7 de febrero de 2010

Vacaciones en Fotos

La gente pregunta...
Y yo digo que viajar en barco por el amazonas es viajar por el realismo mágico.