lunes, 5 de abril de 2010

Ocaso

Y por primera vez en mi vida, moriría.

Le daría un beso a mi vieja, que, pobre, siempre sospecha que mi enojo es con ella.
A mi viejo le daría otro beso y un abrazo, con él no parece haber cuentas pendientes, pero uno nunca sabe cuán estúpido fue al expresarse esa tarde en quién sabe dónde.
Con mis hermanos no tendría muchos problemas, ellos siempre supieron (tuvieron que haber sabido) que algún día mi corazón llegaría finalmente a pensar y se detendría.
Y a mi abuela no sé. Las gracias son estadísticamente miserables al lado de los tantos consentimientos que recibí. Y los consentimientos muchas veces fueron cultura, a veces chocolate, y otras tantas lecciones para la vida cotidiana.
¿Cómo quedar a mano con la gente que estuvo en nuestra vida? ¿Cómo dejarle claro a la chica aquella, a la única, que hizo todo bien, que convirtió nuestra memoria en nostalgia y pobló de sentido los armarios del pasado?
¿Cómo despedirme de mi abuelo, si es él el que se despide y no me reconoce, en la hora última, tirado en esa cama que no es su cama, tirado en el vaivén de balbuceos finales que nada tienen que ver con sus recuerdos brillantes?

Y yo, por primera vez en mi vida, moriría.

Les dejaría un cuento a mis amigos, o un poema, para que vean que yo también me sentí artista.
A mis jefes los saludaría con respeto, pensando que su labor los va a obligar a olvidarme rápido, tan rápido como yo olvidé el número de teléfono de una desconocido durante un recital de Calamaro.
A Beto, mi portero, le diría “chau”. Y él me diría: “bueno”, alargando la “e” como hace siempre, respondiendo “bueno” ante cualquier palabra que le digan. “Bueno” como ecuación mágica para evitar la hipocresía.
Iría a la librería y gastaría mis pesos restantes en libros, para que mi última compra sea más sensata que la primera y me retrate en el único método que el capitalismo comprende, por medio del consumo.
Me tomaría un café, uno de esos con leche condensada, dulce de leche, chocolate y azúcar, una “bomba”, como dicen, un empacho irónicamente suicida.
Y volvería de vuelta a pensar en mi abuelo, que no se despidió, y lo vería, lo veo... a caballo, al galope, en su hora alta.
Lloraría entonces las últimas gotas de mi ojo seco, y las guardaría en un frasco con el nombre de ella, la única, para que sepa que llorar, para mí, solo era concebible bajo su consuelo.
Y después me iría por Corrientes, hacia el río, pensando en Pessoa o Almafuerte, pensando en Bolaño o en Borges, o tal vez en Bukowski. No lo sé, no puedo saber en quién pensaría. Probablemente en todos y en nadie, y en ella, claro.

Y al fin, por primera vez en mi vida, sería la última vez en mi vida en que podría pensar en morir. Y por primera vez en mi vida, moriría.

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