viernes, 5 de octubre de 2007

Dilemas de quien viaja

Ese verano, sin duda, sucedió. No fue como otros de los cuales no puedo afirmar demasiado, ese verano sucedió.
Yo estaba viajando solo, había alguien a mi lado cada tanto pero que no estaba conmigo realmente. Recuerdo que llevaba siempre en mi bolsillo de pantalón, ridículo como el de todo viajero, una birome y un trozo de papel, a donde fuera que fuese, cargaba mi equipaje anotador. Me gustaba recordar catedrales, describir parques, imaginar ciertas costumbres. Era mi primer paso por Europa, aunque a cada paso lo encontraba familiar, veía a Buenos Aires en cada esquina, pero carente de su imperfecta burocracia inmunda.
Llega cierta edad en la vida de un hombre en donde los viajes ya son propios, dejan de ser las vacaciones con hermanos, primos y demás para ser las aventuras inefables de un viajero. Yo sentía que eso era, capitán de cierto mar, donde la única brújula era mis antojos. Cada estación de tren sostenía esos enormes tableros cambiantes que me proponían destinos y yo me postraba ahí en el centro de la gente, apurada y decidida, a elegir donde me iría: al norte a las frías almas del Reino Unido, al Sur al candor conocido de nuestros italianos inmigrantes, hacia el oeste para recobrar mi lengua en una España acostumbrada o hacia el éste a la estricta historia de Alemania. De todos modos dejaría Francia que había sido mi recepción benévola pero áspera.
Aún sé que fue así pero me suena raro confesarlo, me acerqué a las boleterías pero frené a algunos metros, retrasando la fila. Recordé mi libro guía y consulté mi destino con sus palabras. De esas lecturas recuerdo dos opciones: hacia la libre Holanda y su libertinaje, tierra de licencias legalizadas y excesos nunca suficientes; o hacia el divino centro de la historia, Vaticano de mis creencias religiosas y fotos a mi abuela. Yo no supe nunca nada sobre tomar decisiones, yo era simplemente el volante, y las manos, y las piernas, y todo lo demás.
Volví a leer el libro y entre tantas cosas sólo podía detenerme en lo mismo, en la contradicción de mis aspiraciones. Sentí estar decidiendo mi destino, no el del viaje, el de mi vida. Corría dentro mío una sangre negra y espesa pero ágil, que pedía por locura, que rogaba por Holanda, que decía “dame eso”, que olvidaba mi memoria… que mataba mis creencias.
Tomaba valor entonces y amagaba con mi compra pero entonces me golpeaba esa suerte de recuerdo que te obliga a ser vos mismo aunque nunca has existido. Se cargaban mis archivos y el secretario de mi barca me informaba que no debo olvidar el protocolo, que la abuela quiere fotos y que el Papa está en la gloria.

Luego de esa junta insoportable llegó al cielo mi pedido y me golpeó cierta insolencia con faldas, una argentina detrás mío. Recuerdo que no fue sólo su pedido de perdón, porteño como el mío, sino su atolondrado caminar lo que me aseguró su procedencia. Le agradecí haberme golpeado y le dije que pasara ella a comprar su ticket pues yo no sabía a donde ir. Las argentinas no son las más lindas del mundo, pero ella si lo era.
“Me voy para el Vaticano” me dijo, y no hubo mucho más que pensar. Le extendí unos billetes diciendo “comprá dos” y dilema resuelto, todos los sentimientos hacia Holanda habían puesto sede en la muchacha.

2 comentarios:

Gala dijo...

A mí en Francia me pasó lo mismo, salvo que el Vaticano bañado en oro no estaba en mis planes. Quería quedarme y quería irme, cuando fui a sacar el pasaje de bus me tardé bastante, dando vueltas cerca de la ventanilla. Incluso cuando la francesa ya me estaba alargando los pasajes a Barcelona, tuve un momento de duda infinita. Creo yo que ahí cambié mi destino. Lo que vino después, es preferible obviarlo.
Tendría que haber seguido pasándome los días en la tumba de Jim Morrison.

Blas de Lezo dijo...

Al final lograste unir Holanda y Roma en el mismo vagón. Tu abuela no lo hubiera imaginado, tu tampoco.
De alguna forma la decisión te "vino" ya tomada. Solo espero que fuera acertada y sospecho que si.

Has de decirme donde venden brújulas como esa que te llevó por esta Europa algo caduca y renqueante.

Un saludo, Blas