domingo, 28 de octubre de 2007

Para jóvenes letrados

Hace un tiempo estuve en el barrio de Palermo, comiendo con amigos en un restaurante al que solemos ir. Dejé el auto en la esquina y le pedí al “encargado de la cuadra” que me lo cuidara. “Si, son cinco mango papi” me dijo. Yo, inocente ciudadano, pregunté “que eran cinco mangos”, advirtiendo que cinco mangos en sí eran sólo cinco mangos. Tanto: cierta cantidad de determinada de frutas (mas de cuatro y menos de seis según entiendo) o bien podría significar cinco pesos. Se refería claramente al dinero. Le aclaré que no tenía esa plata, la tenía pero no para dársela a él pues si se la diera ya no la tendría. El muchacho, de voz finita pero intimidante, me dijo “si yo tendría ese auto no te amarreteo cinco mangos guampa”. Instintivamente le respondí “si yo tuviera ese auto, se dice”.
“Es lo mismo guacho”, anunció el chico, segurísimo de que era lo mismo y de que yo no tenía padre. Decidí no entrar en la contienda e ignorando su idea de mi “yo-guacho”, le di “cinco mangos” y deje mi auto en las mejores manos al ritmo de “Bombón Asesino” que sonaba en la radio del cuidador de quien, mientras me alejaba, gritaba “andá tranqui logi, yo te lo cuido”.

¿De donde vienen las palabras que empleamos? ¿Cuanto tarda un término en pasar de horrendo a estipulado?
Muchas de los vocablos que usamos hoy en día tienen su origen en un pasado no tan lejano. Palabras que hoy suenan habituales como “laburar” fueron delatoras de extranjeros cuando aún no se arraigaba la costumbre italiana. Más cercano aún, palabras como “chabón”, “chapar”, “transar”, etc. fueron novedades que necesitaron institucionalizarse en las juventudes de anteriores décadas. Así mismo es común escuchar términos que supieron ser agresivos como “boludo”, “joda” o “quilombo”, sin que nadie se sorprenda. Han perdido su fuerza o han cobrado gran valor, volviendo su significado más leve para permitir el uso indiscriminado.
Constantemente el idioma se modifica, se renueva, se re-significa. A costo de ser transgresor corre el riesgo, el lenguaje, de involucionar. Se auto destruye olvidando palabras clásicas o de uso preciso en ciertos casos, “una palabra mal colocada estropea al mas bello pensamiento” sostenía Voltaire.
No creamos, los jóvenes, que por ser el presente referente de actualidad, tenemos derecho a basurear al idioma que nos concedió el habla. Michael de Montaigne, un escéptico francés, dijo alguna vez que “la palabra es mitad de quien la pronuncia y mitad de quien la escucha”. Adhiriéndome a ello, aconsejo a los jóvenes lectores que no olviden que al hablar no sólo escapan a su silencio sino que acaban con el silencio del otro.
Es cierto que hay determinadas cuestiones técnicas que nos obligan a renovarnos, como al hablar de las tecnologías. Pero no lleguemos al extremo de tecnificar los campos naturales de nuestra vida como al creer que charla y “chat” son sinónimos.
No nos queda más, a los nostálgicos, que aceptar la inclusión del “guachin”, “guampa”, “logi” o “tkm” cuando quieren decir “te quiero mucho”. No nos queda más que aceptarlo y reír o llorar en silencio.
Re-establezcamos la costumbre del diccionario, busquemos “inefable” si no sabemos qué significa. Acudamos a los libros para ver qué es “zozobra”. No hagamos de ésta revista sólo papel picado para la cancha.
Juventud nefasta es la que no sabe lo que nefasto significa.

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