sábado, 12 de enero de 2008

Decidiose


Y un día decidiose Joaquín a conocer la biblioteca pública de New York, y fue así que terminó por fascinarse con los cientos, o acaso más, de cuartos repletos de libros, de diccionarios, de bliblias, de enciclopedias. Recordó Joaquín, entre esos pasillos, la idea del americano Tracey: “allí, en esa biblioteca pública, queda el centro del universo”.
Decidiose entonces Joaquín a concordar y se dijo “puede que sea cierto”, aunque luego se reconoció confundido por la emoción, y nuevamente decidiose –andaba de ánimos de decidirse- a abandonar dicho aleph americano ubicado en la 5ta avenida y la calle número 42.
Con ése suspiro retumbando –el que lanzó cuando hubo abandonado aquel lugar que le hubiera gustado conocer antes- llegó Joaquín a la estación de trenes de la enorme ciudad.
Cargose sobre un hombre la valija y, con torpe cuidado, recuperó el bolso menor a mano izquierda. Montó el vagón número 12 del tren llamado Amtrak y eligió asiento a su antojo, como le hubieron indicado previamente.
“Basta de darme opciones. El hombre confundido quiere órdenes”, esbozó en broma para sí y tomó asiento junto a una ventana.
Raramente enlentecida, tal vez como letargo último, la pluma de Joaquín daba reproches. Y aturdido por esa “perpetua lírica infinitesimal”, decidiose el señorito a dejar la escribidura y, acto seguido, a leer “Niebla”, de su futuro amigo o enemigo “Don Miguel de Unamuno”.

“El amor es tal cosa…”, “el amor es tal otra…”, piensa Augusto Perez mientras le quita la predestinada belleza a su paraguas al abrirlo. “Cierto es que las cosas hechas para usar son más bellas si sólo se contemplan”, coincidió Joaquín con el libro, “pero entonces –descubrió- la belleza radica en dar uso equivocado, pues incluso contemplar es usar la virtud física del objeto”.
Joaquín discutíase, sintiéndose Augusto, pero aún más confundido respecto de Eugenia. “No será que todas son Eugenia?”, deliró por un momento. Y al darse cuenta del cauce y dirección de su pensamiento mandó al olvido, con insultos incluidos, la existencia de todas las mujeres.
Justo entonces, con la gracia y la precisión que da el escribir, anunciaba la campana el arribo a la capital. Había llegado Joaquín a una tal Washington DC.

Caminaba el señorito por las calles de la ciudad decidiente* (mientras robaba de Unamuno la costumbre de inventar palabras), y observaba a los costados las magníficas geometrías de los antiguos edificios blancos. “Dónde está el paso de los años”, preguntábase el jovencito al notar que el roído en las paredes no existía. “Ah –intuyó- esto debe ser el primer mundo”, y prefirió –sin decirlo- los edificios golpeados de su Buenos Aires. “Incluso nuestro Obelisco es mejor, porque es sincero”, se esgrimió sin posibilidad de réplica, y fue entonces a comprarse un Whisky.

Habiendo empinado medio litro, diose cuenta Joaquín de que convenía disimular.
Andaba a paso trémulo por los jardines de la Casa Blanca cuando, a pocos metros, divisó un automóvil japonés –blanco también-, que tenía las puertas abiertas y la chapa con arrugas. Un oficial de policía se acercaba al vehículo y pensó entonces Joaquín “eso va a explotar”.
Un segundo después un enorme estallido se encendió desde el centro del carro y perdiose el policía en el fuego. Perdiose también la claridad del paisaje y el verde fresco del parque en derredor.
Calló Joaquín al suelo, sin rasparse el codo izquierdo, y tomándose los oídos con las manos, notó el señorito que sangraba sin pausa.
“Que descuido el de ese auto al explotar”, reprochaba Joaquín, un tanto confundido por las sirenas que lo envolvían. “Si será infortunio el sangrar de mi oídos. Más me hubiese valido derretirme con el oficial”, decía el jovencillo mientras se alejaba del desastre.
“Uno imagina que todo va explotar, pero nunca espera que suceda”, continuaba el buen muchacho en soliloquio de quejica, a la vez que viajaba en el subte y reflexionaba si el desafortunado acontecimiento había o no gozado de existencia.
Para entonces ya había sacado el mapa, acaso sin notarlo, y dicidiose a elegir nuevo destino.

“Es menester que escriba”, resolvió.Y dando marcha atrás unos pasos –capricho del instinto- salió por otra escalera del subterráneo y dirigiose a una confitería conocida.
Allí, inspirado por un chocolate caliente, decidiose a escribir con tinta todas las decisiones que ese día, fundido tal vez con ficción, habían tenido decidiente.




(Para más fotos referirse a: http://www.flickr.com/photos/8199170@N02/

*decidiente: que toma las decisiones.

1 comentario:

Gala dijo...

colega, qué grato volver a leerte, lo tenía pendiente como tenemos pendiente aquello de juntarnos por Baires, salvo que ninguno se molestó en insistir. sabe usté que me estoy mandando mudar a Barcelona en febrero, a ver si nos junta antes el viento.
un abrazo!