martes, 3 de julio de 2007

Descubriendo el mundo



Yo estaba parado entre un hombre y otro. Ellos estaban entre otros hombres y yo. Estábamos en una enorme habitación blanca, donde no hacía ni frío ni calor, para ese entonces no sabía lo que eso significaba, no sabía ni como nombrarlo, jamás lo había sentido.
Al fondo de la habitación había un enorme molino de metal, sus astas eran proporcionalmente grandes, y se movían gracias a un viento que no existía. Pero tanto tiempo había pasado con ese sistema que llegó el día en que el molino simplemente paró, sin previo aviso se detuvo. Detrás de mí se abrió una puerta hacía algún lado del cual sólo se veía oscuridad, o no se veía nada, o se veía solo aquello cuya principal cualidad es la de no permitir verse; ¿existe algo en la oscuridad? Decidí salir, o al menos lo hice. Fui el primero, no llegué a notar si fui también el último pues al cruzar la puerta ya no tenía a mis antiguos compañeros, esos que creía eternos.
Una tormenta azotaba ese lugar que hoy puedo llamar “ciudad”. Había hombres y mujeres con techos transportables de plástico, algunos tenían gafas que protegían sus ojos, una suerte de parabrisas en miniatura. Repito que tardé años en aprender cada palabra en particular, cada instrumento de ese sistema, cada relieve que el habla evoca. Todo era nuevo y me fascinaba, aunque no supiera sus funciones. La gente caminaba, algunos apurados, otros no, algunos distraídos y otros concentrados en quien sabe qué. Estaba repleto de presencias y sin embargo para mí eso era un desierto, donde la infinitud de cosas inexplicables no eran nada y lo eran todo en ese momento. Fue instintivo pensar que por no tener utilidad o justificación, eso no existía. La carencia de sentido, carenciaba todo el resto.
En una esquina reposaba una enorme puerta de madera custodiada por un león de mármol cuya mirada se dirigía hacía mi. Inevitablemente me encaminé hacía allí. Inconsciente del delito, entré. Dentro había un ascensor, alguna puerta, escaleras y demás. Pero había también una pequeña mesita de madera (al menos eran cuatro patas sosteniendo una tabla), tabla sobre la cual reposaba un vaso con un líquido negro y caliente dentro suyo. Como usted con ésta carta: lo examiné despacio, lo tomé con mis dedos suavemente, hasta que arremetí contra él guiado por la curiosidad, la más poderosa de las fuerzas, y derramé el líquido en mi boca.
Me pareció espantoso, pero por vergüenza lo tragué. El sabor me repugnaba, secaba mi saliva y asqueaba a mi garganta. Sin embargo me gustó, fue sabroso, era una experiencia feliz.
Lo que estaba disfrutando era la sensación novedosa, era el cambio drástico en mis sabores y aromas. Era horrible pero nuevo. Lo tomé todo y, con asco, al final sonreí.

Yo hube de saber que eso era un sueño, pero en cambio creí que era una revelación. Inmediatamente me lavé los dientes, pues no tolero las ideas con la boca sucia. Acto seguido me enjuagué la cara y me miré en el espejo, mi rostro era aún el mismo, yo no era una cucaracha y por un momento me decepcioné.
Ya despabilado decidí llevarme el desayuno a la cama, pero yo no estaba en ella, sino que estaba parado con una bandeja, me reí y empecé a comer una tostada un poco mas fría de lo que estaba cinco minutos antes. Sentí sed y tomé la taza de café, cuando terminé el primer sorbo concluí que el sueño había sido una revelación, el café es inmundo.

1 comentario:

Nosotras mismas dijo...

Dicen que los sueños, sueños son. Pero, a veces, estoy tan en desacuerdo...