lunes, 10 de diciembre de 2007

Por La Sangre Derramada


El escalofrío llegó después, entre la fatiga y el temor; en el súbito espacio que vagaba desde mi paz a mi desesperación. Antes todo era difuso y desordenado: un brazo –el derecho- que colgaba de mi hombro igual de débil, una cabeza impresionada por el abandono que sufre quien entrega de su sangre (aunque sea algo menos de un litro), piernas confundidas la una con la otra –con una zurda creyéndose diestra, y una derecha siniestra-. El espacio que ocupaba mi cuerpo era, posiblemente, transparente. Sentirse un fantasma es trágicamente cómico.
Los hospitales, aunque pulcros, son siempre una lástima llena de gente que preferiría no estar allí, son un bar de borrachos patéticos en donde todos están completamente sobrios, son el refugio y nido de la angustia. Yo llegué asustado porque nunca es experiencia las tantas veces que se estuvo por allí. Pasé la puerta principal –siempre atestada de sillas de ruedas y gentes enfermas-, miré el cartel necesario y dirigí mis piernas hacia la hemoterapia.
Nadie, ni los enfermeros ni los enfermos, festejaron que yo sólo iba allí en pos de donante. Me sentí solo y despreciado… Una vez superado mi trauma infantil, llené cierto formulario y dispuse mis venas y mi baja presión a la fatalidad de una aguja que conecta a una jeringa con una larga bolsa insaciable.
Un café para subir el nivel de vida, un poco de alcohol para ver donde pinchar y, segundos después, mi mano abría y cerraba el puño intentando bombear a mayor velocidad. El espiral de plástico –flaco pero largo- comenzó entonces a teñirse de rojo… de rojo espeso… del rojo espeso de mi sangre.
Cada apretón de manos era inevitablemente doloroso, un sillón acostado sostenía mi cuerpo, yo insistía en que a mayor dolor más velocidad… y en la fugacidad, ese sufrimiento se volvería heroico. Entre escasez de sangre y presión baja las ideas se tornan grandilocuentes.
Prometido y hecho, conciencia limpia y sensación de bondad humana; salí del hospital balbuceando insultos al amigo que no me había acompañado a dicho programa porque al día siguiente tenía una endoscopía. Alguien me quiso vender flores y ni siquiera respondí que no… seguí de largo con descaro pero no me sentí culpable porque YO VENÍA DE DONAR SANGRE. Por el resto del día la maldad me estaba permitida, incluso esta clase es estúpidas reflexiones. A quien se crea buen samaritano le quedará juzgarme sinceramente inmoral o embustero humorista. No creo ser nada de lo que la gente debe creer de mí que soy, incluso no ser siquiera lo más acertado. Soy mucho más básico, instante sobre instante y un poco de sangre faltante que me brinda delirios de grandeza frente a mi computadora. A mi me faltan glóbulos, permítaseme la insolencia de creerme literato y recordar que las computadoras, aunque poco románticas, forman parte de mi vida.
En fin, la bronca y el calor golpean el entendimiento. Llegué a mi casa e intenté dormir, el brazo me dolía y no podía hacer fuerza. Me senté a escribir pero los dedos pedían la potencia que al antebrazo le faltaba. Mis ojos se debilitaron de golpe y sentí sentir el aura de los epilépticos. No me desmayé, al contrario, percibí todo con mucha más precisión: cada detalle a mi alrededor era casi medido milimétricamente por mi cerebro. Segundos después esa fugaz lucidez me abandonó, dejándome solo en mi cuarto y con mi agudeza de medio pelo.
Todo en ese entonces era mi brazo y la necesidad de hacer la fuerza que nunca necesitaba hacer. Cuando no se tiene piernas es cuando llegan las ganas de correr.
Resignado a la impotencia total volví a mi colchón en huelga de confort, y –sin nada más que intentar- cerré mis ojos hasta el día siguiente.

Al despertar volví a mí. El brazo y la agilidad estaban de vuelta y mi sangre recuperaba espesor. Por otro lado de la casa había escapado el mártir que quise ser.

1 comentario:

josé lopez romero dijo...

Pido permiso para decir que este es otro buen texto. No soy un crítico ni nada parecido. Esa permisibilidad autoconvocada de quien extrae un acto de arrojo cual si fuera una patriada, un salto sobre la trinchera enemiga o lo que se nos ocurra, es una particularidad muy humana.