domingo, 21 de marzo de 2010

Días de gloria de Petro Barkas

La noche tibia y gélida, marcada por el ritmo de la transpiración y el frío, en que Petro Barkas se despertó luego de una larga pesadilla, fue la misma noche en que los astros confirmaron su condición de influencia dudosa.
La pesadilla fue una sucesión de imágenes entre solariegas y violentas, enfrascadas en un cuadrado negro, oscuro, en donde sólo se oía un zumbido y el grito de terror de un perro, romántico y cursi, que moría joven y desencantado. Petro Barkas, como suele ocurrir en los sueños, era el protagonista. Cuando abrió los ojos de lo onírico, mientras los del cuerpo se cerraban y la vigilia se esfumaba como empujada por un vendaval, se descubrió parado en medio de un desierto. A su derecha, lejano, divisó un poste que bien podría ser de luz o de teléfono. Se dirigió hacia ahí y descubrió sus pies descalzos y el suelo hecho de vidrios. Tras un respingo quedó inmóvil, y recién entonces comenzó a sentir el dolor que antes no había. Quedó paralizado tres minutos y luego elevó el pie derecho, de golpe todo el peso del cuerpo se depositó en el izquierdo y Petro Barkas gritó de dolor. Apoyó el que antes flotaba y movió el izquierdo, siempre hacia adelante, como si cada paso fuera un verdadero avance y un verdadero sacrificio. Los ojos en el poste, resguardados del terror del piso. Ochentaidós pasos bastaron para aplacar la distancia, y apenas Petro pudo tocar el poste, éste desapareció, dejando a la luz un escenario rojo y depositándolo a él en medio de un teatro vacío. Sus pies, perfectamente sanos, eran más grandes de lo normal y estaban apretados al suave frío del escenario. Desde el fondo de la sala se escuchaba un lamento que sonaba a súplica y a despedida de carácter animal. Otra vez, Petro Barkas fue en busca del estímulo. Pasó las filas de butacas como quien atraviesa un campo de batalla estéril, un lugar en donde hace años, veinte tal vez, hubo una guerra y personas arrastrándose; pero donde ya no queda nada, y ni la tierra recuerda. Al llegar al fondo vio a un perro marrón, flaco, con las costillas marcadas, tirado en el piso y con la vista fija en los ojos de Petro Barkas. El zumbido, vuelto letanía, comenzó a tomar cadencia musical, de tango o de candombe, no importa, ritmo pautado y viciado de instrumentos. Sobre las piernas del perro crecían corrientes de hormigas, millones, y a cada segundo los insectos iban haciéndose más dueños del animal, transformándolo en hormiguero y apagando –a la vez que provocaban– su lentísima agonía.
Quiso ayudarlo, Petro, pero así como movió su mano, movió también el espacio. Y sintió que en algo lo ayudó. En cuanto a él, apareció arrodillado frente a un altar de algas. Una cruz equilátera colgaba en el aire, apoyada en nada, y a su vez sobre ella colgaba otra cruz, con otra cruz dentro que también poseía una cruz. Estaba arrodillado sobre granos de maíz cocidos, y en vez de funcionar con pinches oficiaban de colchón. En la cabeza un pañuelo de seda, y al frente el altar verde de alga. Paredes negras, sin ventanas ni puertas. La luz salía de la nariz de Petro, rebotaba en el maíz e iluminaba la cruz y el altar. Pasaron más de diez minutos de meditación silenciosa cuando desde abajo del maíz comenzaron a surgir las hormigas con el olor fétido del perro ya muerto hacía años. Trepaban por las rodillas de Petro, que sólo atinaba a cerrar los ojos y a orar palabras que nunca más repetiría. Sonó entonces un tambor y todo se volvió nube color ocre. El aire, alto, entró a su organismo. Minúsculas partículas de óxido se hicieron cuerpo en las entrañas de Petro y avanzaron a su corazón al compás de un ladrido que parecía rezar la palabra tromba.
Un segundo antes del ataque cardíaco, del casi real ataque cardíaco, despertó Petro Barkas sudoroso en su cama. No tuvo siquiera sospechas de la enorme proximidad que alcanzó y perdió la entidad de su muerte. Simplemente despertó con el cuerpo casi hundido en sus propios líquidos y se dirigió al baño. Prendió el agua fría y tras el primer golpe fresco recordó el modo de caminar de las hormigas. Instintivamente miró a sus rodillas y tras verlas en perfecto estado sonrió. Eran las ocho y cuarto de la mañana en la ciudad de Buenos Aires, era invierno y hacía frío. Petro buscó el diario, preparó un café y, tras dejar el diario en la mesa, abrió un libro. A las ocho y media pasadas sonó el teléfono.
-¿Quién habla? –dijo Petro.
-Soy Julián –respondió la voz del otro lado.
-¿Cómo andás, Julián?
-Bien, ¿y vos?, ¿nervioso?
-Algo, algo.
-Bueno, suerte con eso. Estoy seguro que ésta es la tuya. Manteneme al tanto ¡eh!, no seas otario.
-Claro, claro. Estamos al habla –dijo Petro, y cortó el teléfono.
Apuró el café, cerró el libro y se dirigió, diario en mano, directo al inodoro.
A los doce minutos estaba sentado frente al escritorio releyendo algunos de sus papeles. Hizo nueve correcciones en color rojo, subrayo tres frases con verde y tachó al menos cinco párrafos. Después volvió a leer todo nuevamente y tachó dos de las frases subrayadas con verde. Pasadas las cuatro horas de trabajo se acostó en el sillón de cuero de la sala y quedó mirando al techo. Una pequeña vibración en la ventana lo preocupó y pensó que tal vez debería ajustar o cambiar el vidrio. Pestañeando varias veces, como quien intenta provocarse un mareo visual, Petro perdió la nitidez de su vista. El sueño, otra vez, se adueñó de la conciencia.
Apareció en medio de una jungla vestido de policía. En su mano derecha llevaba una cachiporra y el viento en su cabeza le confirmó que no vestía gorra. Por instinto caminó y, aun en sueños, pensó que los pasos son más largos cuando se dan para atrás. De pronto llegó a un claro y entre árboles vislumbró un gran pastel de casamiento decorado con guirnaldas fosforescentes y juncos de plástico. A un metro había un muérdago con una mujer debajo. Estaba desnuda y era hermosa, eso pensó Petro, y tenía el pelo como líneas de fuego y la piel con olor a sandía. Se acercó a ella y la olió, aunque ya sabía la sensación que iba a encontrar. Casi de manera imperceptible, como jugando al Reiki, Petro arrimó su mejilla derecha al muslo izquierdo de la mujer y fue subiendo la cara por la espalda. Respiraba susurros, pequeñas ondas de calor que dañaban la estela inmaculada de la escena. Inevitables ráfagas respiradas de deseo. La rodeó con un brazo y la besó en los labios. Introdujo su lengua dentro de la boca de ella y cuando sintió su miembro duro dentro del pantalón se alejó, repentinamente enfurecido, e intentó golpearla con la cachiporra. Sólo alcanzó al aire. Un minuto después bailaba enajenado en la punta de una pirámide y gritaba: hoy es el día, hoy es el día. Alrededor flameaban banderas piratas con la cara de Petro en lugar de calaveras, y trescientos marineros vociferaban su apellido desencajados: Barkas, Barkas.
La lluvia para ese momento estaba presente y Petro zapateaba en un charco en una esquina céntrica y anónima de Buenos Aires. Un estruendo cambió la lluvia por sangre y lo despertó de su siesta. Tenía el pantalón húmedo en la entrepierna y el pelo desprolijo.
Sin sobresaltarse tomó una libreta que guardaba en el bolsillo de la camisa y anotó con lápiz negro: “lluvias de sangre alientan la danza”. Preparó otro café y buscó el diario. Nuevamente leyó las noticias sin interés hasta que se topó con el título: “Científico asegura que las estrellas son reflejos de dioses que existieron hace miles de años”. Leyó. Un astrólogo marplatense aseguraba que ya no había estrellas, que existieron y además regían el universo, pero que, como los dinosaurios, se extinguieron y en vez de dejar huesos en la tierra dejaron retratos, reflejos en el cielo. Ilusiones que testamenten un reinado. Petro buscó su libreta nuevamente y anotó: “astrólogo de método romántico, los géneros traspasan las disciplinas”. Se puso de pie y buscó el teléfono.
Al quinto tono una voz de mujer contestó: hola.
-Hola Estela, soy Petro.
-Petro, cómo andas. ¿Nervioso?
-Algo, para qué te voy a mentir.
-Y… es entendible.
-Sí. Me voy ahora a la fundación a ver si publicaron la lista de ganadores, ya es hora.
-¿Querés que te acompañe? Es un momento tan importante que debés querer compartirlo, imagino.
-Me gustaría, sin dudas. Pero prefiero ir solo, me gusta tomarme mi tiempo, procesar las cosas. Ya te llamo yo con las novedades, ¿te parece?
-Dale, si es lo que preferís. Suerte con eso… ¡algo me dice que hoy sí, eh! ¡Comienza tu camino al canon!
-Bueno, bueno, gracias. Ya veremos. Te dejo que estoy un tanto ansioso.
Colgó el teléfono y fue directo al baño. Se sacó la ropa, tiró el pantalón en una canasta y entró bajo la ducha. Primero se humedeció la cabeza, luego el pecho y finalmente todo el cuerpo. El agua y él y el espacio, eso pensó. Cerraba los ojos y sentía un extraño sopor optimista, aunque muy lejos del sueño, una ensoñación mojada y feliz. Se lavó la cabeza y no pudo evitar esbozar una sonrisa.
Minutos después ya estaba listo. Traje beige, zapatos marrones y camisa celeste. De corbata ni hablar: “los escritores escriben las corbatas, no las usan”, pensaba Petro.
Ya en la calle extendió una mano, paró un taxi y se dirigió directo a Hipólito Yrigoyen al mil seiscientos. Pagó el trayecto, le dijo al taxista que se quedara con el cambio y subió las escalares sorteando de dos en dos los peldaños. En el cuarto piso volvió a cerrar los ojos y recordó el sonido categórico y musical de los marineros de su sueño: Barkas, Barkas…
Dispuesto, avanzó por el pasillo y atravesó el salón hasta la última pared. Una cartulina decía: “Autores Premiados”.
Su nombre, se aseguró, no estaba en la lista.

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